dondequiera que caiga la lluvia


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Escribir en tu piel es no tener prisa, ni impuestos que tasen tu desnudez en ese momento de pasajeras hiedras que recorren la senda de tus venas, sino una sed infinita de crearte de manera diferente a como todos te ven.
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Quizás porque me vencen los plazos de la vida y el corazón es prestado, y al final hay que devolverlo sin que ya nunca sepamos sobre qué espacios seguirá buscando el milagro de la carne.

¿Cuántas clases de lluvia nos mojan en algún momento?

No recuerdo todas ellas, pero hay algunas que despiertan mis sentidos y, por ende, mi memoria.

Una de ellas es la lluvia torrencial: tempestuosa, pesada, catastrófica. Es esa que cae de sopetón, a palanganadas, agitando toda tu vida en un desorden emocional ocasionado por todo lo que te sucede mientras sientes el vértigo de la caída.

Está también la lluvia horizontal: incansable, indómita, bulliciosa. Es esa que cae en presencia del viento, contra la que no hay resguardo ni paraguas, y te empapa hasta los huesos cuando sientes la vida como una prórroga perpetua que vence inmensidades.

Y está la lluvia vaporosa, esa que cae casí sin querer y que, a veces, no consigue tocar el suelo. Sutilmente, pulveriza tu cuerpo y los sitios sin llegar a calarte. Con ella la vida y el amor son delitos sin disculpas en tu existencia.



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